Nuestros
espíritus están montados en un bastidor que es obra de ingeniería divina. Allí
es donde ingresamos nuestros pensamientos cuando nos alistamos para, en el
nombre del Grande y Único Dios, atender la solemne y asombrosa ceremonia que se
prepara dentro de nosotros cuando oramos. No es fácil percibir la grandiosidad
de la escena, puesto que, aparentemente es fácil de visualizar. Pero no nos
engañemos, nos presentamos delante del mismo Dios que hizo temblar con truenos
y relámpagos el monte Sinaí, con estruendos y fuego que aterrorizó a todo un
pueblo, Israel. Y debemos presentarnos como sacrificio vivo, agradable. Debemos
santificarnos, es decir, apartarnos de todo lo mundano, incluidas
preocupaciones, ruidos, distracciones y poner toda nuestra voluntad en aquel
que habita entre serafines y querubines, en medio del mar de cristal, y
miríadas de ángeles. Somos las víctimas propiciatorias atadas a los cuernos del
altar, altar de bronce, de justicia y de juicio. Esto obliga a una reverencia
que tiene que surgir del conocimiento de nuestro interlocutor, y no puede ser
sustituido por palabras vacías. El que escudriña el corazón del hombre conoce a
quien se acerca al Trono de Gracia para recibir misericordia, y por supuesto,
conoce sus intenciones.
Antes de
que se rompiera de arriba abajo el velo del templo (Mateo 27:51) y se nos diera
acceso a la presencia divina, el sumo sacerdote entraba sólo una vez al año, a
pedir perdón por sus propios pecados y los del pueblo. La ceremonia de limpieza
del mismo, sus vestiduras, todo lo que debía cumplir para no ser muerto en el
Lugar Santísimo, estaba detallado en la ley de Moisés.
Y era
cumplido al pie de la letra.
Se ataba
una cuerda alrededor de la cintura del sacerdote, con campanitas, y otra larga,
que era sostenida desde afuera, en caso de que el levita fuera muerto por la
majestuosa presencia del mismísimo Dios.
Tal es la
seriedad con la que debemos tomar el allegarnos a nuestro Dios.
Venimos a
pedir que se nos escuche desde nuestra paupérrima condición. Maravillosamente,
o debiera decir milagrosamente, lo primero que se nos brinda es amor, desconocido,
abrazador, total, que nos llena de paz. Cuando, como el polluelo en el mullido abrazo de las alas de su madre nos sentimos sobrenaturalmente confortables, estamos listos para despacharnos con nuestras
peticiones.
Bendiciones
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